La gaucha de mis memorias


Escucho mi chacarera favorita: "La finadita", en voz de Roxana Carbajal, mientras recuerdo a la persona por la cual la conocí.

Morocha, de 1.45 metros de estatura, de fina estampa, lozana y magnífica, bailaba la pequeña de aproximadamente 11 años en la plaza San Martín de Córdoba, Argentina. Era una gaucha humilde que vestía larga y holgada falda rosa y blusa negra tipo leotardo, con zapatos negros parecidos a aquellos que usan las bailarinas de ballet. Ningún adorno más, sólo ella, quien le ponía nombre al arte cuando con tanta pasión ejecutaba cada paso de baile.

La falda eran alas rosadas que desplegaba a menudo, al compás de las piernas que estremecían, potentes, el suelo recio de la plaza que ya a medio día lucía un considerable círculo de gente admirando a aquel prodigio. Caía el sudor de la frente de esa niña, y sin ser limpiado, corría sobre su piel canela pista tras pista de música chacarera. 

Propios y extranjeros la admiramos lucir con aire arrogante -común y genuino de los virtuosos- la precisión y gracia de su baile. Al terminar, mientras su padre ponía pausa a la música, ella y su hermano paseaban en círculo recibiendo los nunca suficientes agradecimientos metálicos del público.

Después, en uno de los recesos de 10 minutos, llegaron a nosotras -tres mexicanas con cámara en mano- fulgurantes, a pedir que les mostráramos lo que habíamos grabado. Qué orgullo, cuánta maravilla se reflejaba en su sonrisa al reconocerse imponente en los videos. Pero ella, sobre todo, amaba su finura; se amaba, simplemente.

Lamentablemente, más tarde regresamos a México y ya jamás los volvimos a ver. Ahora, 7 años después de ella, creo que nunca volvió a bailar otra chacarera sino la misma siempre, que sus alas siguieron abiertas en aquel único instante en aquella plaza; que de alguna manera sólo ha existido por esa vez, eternizando el espacio y tiempo a fin de vivir eternamente como una leyenda en cada mente que la recuerda.



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