La
Bella 55 me da la bienvenida al regresar de mi gira por nowhereland. Sonríe con
esa calle que se corta de tajo al topar con el montículo de doña Chicha y una
de las comadres de doña Mago.

Carlos
sale a mi encuentro y veo en él al muchacho bonachón que es uno de mis más
grandes amores. Nos parecemos tanto… Pero él es más simpático, más gracioso,
más sociable, más en todo. Así tengamos él 33 y yo 30, siempre dirá al mundo:
“es mi hermanita”, y su brazo poderoso me rodeará para protegerme de cualquier
cosa, porque él sabe lo pinche asquerosamente podridos que están todos.
También
están los puños fuertes y habilidosos del otro que creció con nosotros, el
desconocido hermano mayor que siempre ha sido una cosa aparte, pero que ahí está
plantado, como la vez que se agarró a chingadazos con El Tili. Ahí iba doña
Mago en friega corriendo cuando le dijeron que su vástago predilecto se estaba
peleando: “no se apure, él va ganando”.

Al final de esa trémula velada, nada pasó; solo unos cables
que jaripeaban por la calle al reventarse de los postes. Tembló pero todo resultó ser como de piedra, hasta
nosotros; nada se rompió, nadie cayó siquiera. La Bella 55 rifa y por eso nada
nos pasa.
La Bella 55, fuerte y callosa, marcada por arrugas de
cemento sobre piedras sueltas, se queda larga y quebrada, estática como en
fotografía antigua, mientras me mira partir a buscar nada de nadie en ninguna
parte. En ella todo, fuera de ella, nadie, ni yo misma.
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